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¿Por qué neoliberales e iliberales se obsesionan con que los sindicatos – y los comunistas – están subvencionados por el poder público?

Los sindicatos
(Foto: Freepik/Reprodução)

Hay en España desde la victoria del gobierno de coalición entre el PSOE y las agrupaciones a su izquierda (Unidas Podemos primero, SUMAR después), una obsesión en los medios de comunicación y en los “opinadores” por entender que el pensamiento de izquierdas es un pensamiento subvencionado económicamente por el poder público.

Se dice que un progresista es un “paniaguado”, es decir, “persona que servía en una casa y recibía del dueño de ella habitación, alimento y salario”, según la definición de la RAE, o, de manera más directa, un comunista subvencionado, burócrata en esencia, heredero de las “subvenciones milmillonarias que ha tenido siempre el Partido Comunista.

Dejando de lado estas hipérboles,  lo que es llamativo es la insistencia en la idea de que la reivindicación de un cambio político y social en favor de la gente que trabaja y la profundización de la democracia sólo obedece a personas que dependen económicamente del Estado que subvenciona su existencia, naturalmente, de manera más que suficiente.

Este es el discurso que la ultraderecha y la derecha neoliberal mantiene con respecto a los sindicatos de clase, CCOO y UGT. Para ellos, los sindicatos son financiados directamente por el Estado, y los sindicalistas no trabajan y viven con ostentación de estas subvenciones.

Es una narrativa muy extendida que aparece en las redes sociales impulsada por las cuentas de las derechas extremas y menos, y que se reitera especialmente en situaciones en las que el sindicalismo confederal inicia alguna acción colectiva.

Ha sucedido con la última huelga general de dos horas en cada turno en defensa de Palestina y por la vigencia de la paz , la justicia y los derechos humanos en esa nación, que ha sido contestada con dicterios del tipo “panda de vagos” “asi no van a trabajar” acompañada de “subvencionados por el gobierno” “contra el gobierno no hacéis huelga por la subvención”, y otro tipo de insultos en el mismo sentido.

La ultraderecha ha acuñado el término “comegambas” como sinónimo de los dirigentes sindicales y en general de las personas que ejercitan funciones de representación de los trabajadores en las empresas. La idea en esta ocasión es ligar la subvención pública que financia al sindicato y el gasto en consumo conspicuo y lujoso  (al margen de lo que una ración de gambas puede sugerir de lujo y ostentación en un país como España).

Ello incide en la idea de que el sindicalista no trabaja y vive del erario público a sus expensas, traicionando a sus representados, los verdaderos y sanos  – y apolíticos – trabajadores, una idea repetida tanto desde el discurso neoliberal como el de las esencias ultraderechistas iliberales o directamente fascistas. Al menos en esta ocasión ya no se puede hablar del “oro de Moscú”.

Pero en cualquier caso lo que se pretende con esta invectiva es indicar que la acción de los sindicatos depende de las orientaciones que le de el gobierno de turno que, en esta narrativa, es quien permite con su subvención millonaria, la subsistencia de la organización sindical. 

Una deriva de esta degradación de la organización y de la acción sindical viene también desde una cierta izquierda, al considerar a la dirección sindical elegida por los trabajadores y trabajadoras afiliadas como un grupo de “burócratas”, en su condición peyorativa de casta de funcionarios alejada de los intereses del conjunto de los trabajadores.

En algunas ocasiones, a este desprecio antisindical se une también la acusación de la financiación pública de los sindicatos y una concepción de éstos como subordinados a las directrices del gobierno. Las convergencias en estas cuestiones son un síntoma.

No es el caso ahora de rebatir estos argumentos peregrinos, ni respecto de “los comunistas” – aunque bajo esa denominación se esconda la referencia a quienes defienden la profundización de la democracia social y la necesidad de un cambio social basado en la igualdad, la solidaridad y la justicia – ni respecto de los sindicatos de clase, reconocidos como representantes institucionales del trabajo como valor fundante de la sociedad y comprometidos con un proceso gradual de eliminación de las desigualdades y de creación de derechos individuales y colectivos basados en el trabajo y de las garantías para ejercitarlos eficazmente.

Es conocido que la financiación de los sindicatos se basa sobre las cuotas de sus afiliados en más de un 85% de sus ingresos y por tanto el mito de la “subvención pública” es una falacia. La transparencia de la situación financiera de los sindicatos confederales permite conocer de primera mano lo falso de esta imputación.

Pero es interesante resaltar un estado de opinión en el que recibir un salario del Estado o de los poderes públicos en un puesto institucional se considera un elemento extraordinariamente negativo, como si careciera de legitimidad lo que no estuviera avalado por el precio de mercado de esos servicios prestados.

Es decir que el hecho de desarrollar la actividad en el espacio de lo público fuera indicativo del escaso valor de quien se desempeña en él, puesto que lo que adquiere valor es lo que puede medirse en dinero ofrecido por el mercado a esta actividad. Y su precio.

Lo mismo sucede con el sindicato y los sindicalistas o los servicios que ofrece el sindicato al conjunto de la gente trabajadora. Parece que este tipo de acciones carecen de valor y que el hecho de que se desarrollen autónomamente, como se hace, no tuviera un coste real que afecta al valor social y político de la actuación del sindicato que en definitiva fundamenta y defiende las estructuras democráticas.

Es decir que no se pueden creer que la estructura organizativa de las y los trabajadores con la finalidad de defender y ampliar los derechos de las personas que trabajan se mantenga por el propio impulso colectivo de su organización.

Para ellos solo puede existir si está “contaminada” por la inyección de medios financieros y materiales del poder público, rompiendo lo que conciben como  fair play y el equilibrio que debería dar el juego de las libres fuerzas del mercado en la confrontación con los empresarios.

Las empresas no sienten ningún remordimiento cuando concurren a las subvenciones y bonificaciones que el poder público dispone por múltiples causas. Las personas que hemos trabajado para administraciones e instituciones públicas hemos recibido mientras estuvo vigente nuestra relación de servicio una remuneración por nuestro trabajo, sin que creyéramos que al ser retribuidos por el Estado éramos unos burócratas execrables.

Los sindicalistas que cumplen sus funciones de representación haciendo uso del crédito de horas están asimismo desempeñando una función social fundamental para el sistema democrático, y se deberían reforzar sus derechos de participación otorgando más facilidades para el ejercicio de su función representativa.

Los sindicatos representativos y más representativos especialmente despliegan su acción sindical de forma autónoma sobre la totalidad de las personas trabajadoras de este país y sigue siendo una cuestión pendiente el que se debería prever un instrumento concreto de compensación económica de este esfuerzo.

Desarrollar la actividad en el espacio de lo público y de lo colectivo es fundamental para la democracia. No aceptemos los discursos que lo quieren degradar con descalificaciones y exabruptos.

Antonio Baylos

Jurista espanhol, professor emérito da UCLM, presidente honorário do CELDS e dir. da Revista de Derecho Social. Referência em direito sindical e do trabalho.

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